Decía Nuccio Ordine que "Leer un poema o escuchar una sinfonía no aumenta el PIB, pero nos salva de la barbarie." Es imposible no esbozar una sonrisa cuando escucho eso, porque inevitablemente vivimos en la época donde absolutamente TODO debe servir para algo. Todo debe venderse, decorar, inspirar, transformar, cambiar...y llega un punto en el que todo este circo resulta aburridísimo.
Un buen punto de partida es pensar que el arte no tiene que servir para nada, y cuando digo nada, es NADA. Con todas las letras. No tiene que vender productos, no tiene que embellecer ni mejorar nada, no tiene que justificar presupuestos culturales ni hacer que nos sintamos mejores personas por contemplarlo un domingo en el museo.
Os juro que me cuesta entender esta obsesión por encontrarle utilidad a todo, es que es simplemente agotador. Es como si su existencia necesitara una razón de ser o justificar porque se hace. Pero bien sabemos aquí sobre ese arte que te pega el pellizco en el estómago sin avisar y que te deja quieto sin saber muy bien qué hacer o que decir con lo que acabas de ver y sentir. El arte no pide permiso. Simplemente existe y es, sin ninguna intención más allá que la de existir.
En una reunión dentro del marco de mi residencia artística en Lisboa, en una de las charlas, hablamos de un tema del que no he parado de darle vueltas: el deseo deja de ser deseo cuando se consigue.
Si ya ese discurso es duro para la vida en general, cuando lo extrapolamos al arte, cuando lo convertimos en herramienta y lo domesticamos para crear expectativas sobre nosotros mismos o nos venda cosas, lo matamos. Antes era puro deseo, pura necesidad de crear o de contemplar...y ahora es otra estrategia de marketing que por cierto, está quemadísima. Demasiadas galerías llenas de obras que gritan su función desde lejos, te tiran el anzuelo de una obra que encaja perfectamente con ese sofá beige; o bien te sueltan el rollo de que representa el espíritu emprendedor de su empresa...y cuando veo algo así sólo me entran ganas de tener una casa en el campo con un huerto.
Quizás sea tarde para darse cuenta que la verdadera subversión del arte está en su inutilidad, en ser completamente innecesario y prescindible. En existir porque sí, igual existen las puestas de sol o los gatos que duermen dieciséis horas al día. Sin justificación, sin propósito ninguno más allá de su propia existencia. Pero ojo, con esto no quiero decir que el arte sea escapismo o decoración bonita,sino más bien al contrario, me refiero a que el arte verdadero es incómodo. Te enfrenta a ti mismo, te descoloca, te hace preguntas que no querías y no quieres escuchar. Y lo hace sin avisar, ni querer venderte nada a cambio de esa bonita incomodidad.
Museos que están llenos de placas explicativas que intentan justificar cada obra. "Esta pieza explora la alienación urbana contemporánea." "El artista cuestiona los roles de género tradicionales." Y está bien, esas lecturas existen. Pero reducir el arte a esos mensajes es mutilarle las piernas. Puedes hablar de química, de terminaciones nerviosas, de evolución, pero te pierdes lo esencial, justamente uno de los aspectos más importantes de esto. Ninguna obra necesita justificación porque la belleza no la necesita. La curiosidad no la necesita. La experiencia de estar vivo y sentir algo que no sabías que podías sentir, tampoco. Craso error defender el arte como herramienta educativa o económica, porque inconscientemente estamos aceptando que por sí solo no vale, que necesita un propósito "superior" para merecer existir. Y si te pones a pensarlo, el arte más potente es el que existe sin razón, el que reniega a ser útil...el que no necesita de tu aprobación ni de tu interpretación.
"Rebeldía, inutilidad hermosa y obstinada"
Es precisamente lo que necesitamos en un mundo que insiste en convertir todo en producto. Arte como experiencia y resistencia sigilosa. Un vago recordatorio de que no todo en la vida tiene que servir para algo.
A veces, simplemente es suficiente con ser.
Comentarios
Publicar un comentario