El problema con la curaduría contemporánea no es que sea compleja. El problema es que finge ser compleja, que no es lo mismo. Hemos llegado a un punto en el que lo curatorial se ha convertido en una inmensa cortina de humo, en un performance (en el mal sentido) diseñada no para comunicar ni acercar, sino para impresionar, intimidar y, sobre todo, vender.
Algo mediocre busca legitimación, alguien se encargará de que aparezca un discurso y un texto, te lo digo yo. Tres párrafos infumables sobre la deconstrucción del sujeto posmoderno, la crisis de la representación o una cita sacada de un manual de estética que nadie ha terminado de leer nunca y a otra cosa. El público lee, mira la obra, vuelve a leer...y automáticamente se rascan la cabeza o se tocan la frente. Una sutil estrategia que hace que en lugar de cuestionar lo que tiene delante, se cuestiona a sí mismo. Piensa que es él mismo quién no está lo suficientemente preparado, quien no tiene las herramientas para comprender, y le hace creer que el arte contemporáneo sólo es para unos pocos. Misión cumplida.
Mi queridísimo amigo Jean Baudrillard lo sabía (qué no sabía este hombre) cuando habló de cómo la saturación de signos termina produciendo una blancura operacional1, “un espacio donde ya no importa el referente porque el sistema se sostiene nada más en su propia simulación.” (Baudrillard, 1990). El texto curatorial funciona exactamente así, genera un significado de la nada, produce valor sin sustancia al fin y al cabo. Mientras más inaccesible sea el lenguaje, más exclusivo parece el producto. Y cuando hablamos de exclusividad, hablamos de dinero. Los galeristas lo saben. Los coleccionistas lo saben. Todos lo saben, pero nadie lo dice en voz alta porque el juego solo funciona si mantenemos la ilusión de que aquí pasa algo profundo. Esta blancura operacional no es accidental, es un sistema bien engranado que convierte la opacidad en prestigio.
Una manzana podrida puede pudrir a las demás dentro del frutero. He observado, primero en mí y luego en los demás que los jóvenes aprendemos bastante rápido que para ser tomados realmente en serio necesitamos hablar como un paper de sociología. La intuición, la emoción, el puro instinto creativo se vuelven sospechosos, y casi embarazosos. Mejor hacer una referencia de dudosa procedencia que confesar que hiciste algo porque te pareció bonito o qué se yo, perturbador...he esbozado una sonrisa escribiendo esto, porque al final de todo no somos más que una generación de creadores aterrorizados por la claridad, la impaciencia y por supuesto resultadistas; convencidos de que ser directo es ser superficial, y de que los números van por encima de la calidad. Qué cosas.
En el otro lado pienso en el espectador que viene con curiosidad de ver algo artístico, que quizás esté fuera de su zona de confort y al final lo único que se encuentra es un muro de jerga, referencias y conceptos difíciles de asimilar si no le has dedicado un mínimo de tiempo a esto, la verdad. Es la última vez que lo verás en una expo, probablemente sospechará que el arte contemporáneo no es para él, y se centrará en cosas más sencillas. No porque las obras sean realmente inaccesibles, sino porque el lenguaje que las rodea ha construido un foso que no existe en realidad. La curaduría, que supuestamente tiene que tender puentes y echarnos esa mano, se vuelve contra nosotros de la manera más deshonesta posible.
¿Hay salida? Tal vez. Pero requiere una sinceridad brutal. Un texto curatorial debería abrir puertas, no cerrarlas. Intercambiar preguntas y respuestas. Debería confiar en que el público tiene inteligencia suficiente para relacionarse con una obra si le das las herramientas adecuadas, no un manual de instrucciones escrito en código. La profundidad real no necesita parecer profunda.
Estoy harto de dar más vueltas en este círculo vicioso donde todos simulan entender, nadie se atreve a decir que el emperador va desnudo por cuatro perras y las obras mediocres siguen vendiéndose a precios obscenos gracias a esos tres párrafos de humo intelectual bien contextualizado. Hasta para eso hay que tener arte, supongo.
Referencias
Baudrillard, J. (1990). La transparencia del mal. Anagrama.
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